Copia de ojos
por Silvio Crosetti

Crónica menor de un episodio de “La Libertadora”, 1955.

Desde Paso de los Libres el 27 de Infantería se desplaza cautelosamente hacia Curuzú Cuatiá por el tortuoso camino de ripio que atraviesa los bajos del Miriñay –famosos por sus historias de luces malas y “yararases”– para sofocar un alzamiento militar. El capitán González Píat está preocupado por que cada uno de los incontables y precarios puentes carreteros puede ser una trampa explosiva; sabe, además, que la disparidad de fuerzas con la guarnición sublevada y sus tanques es aplastante. La tropa no está informada, los conscriptos creen que es una maniobra de entrenamiento. En fin, allá van con sus viejos máusers modelo 1911 y seis cañones tirados por caballos, al desastre.

El radiador del viejo jeep de la compañía de Abastecimiento hierve. Por orden del sargento Ledesma cerca de Bonpland el conscripto Silva se desprende de la columna detenida, atraviesa a pie tres cuadras de un naranjal gratamente oloroso –es setiembre– y llega al puesto de la estancia. Desde el guardapatio, receloso de los perros, pregunta si pueden darle agua. Una mujer joven, entrecana, se adelanta solícita hacia el aljibe, seguida de un chico, y le acerca un balde rebosante –Pase, sirvasé–. Varios azahares flotan en el balde.

Mientras llena trabajosamente la damajuana de pico estrecho, el soldado percibe que la mujer le rehuye la mirada. –¿Le inspirará temor él, su desmesurado fusil?– Sonríe y piensa para sí, en su toba materno –No sabe que ni lo sé usar–.

Al volverse de pronto para agradecer y despedirse ve, sorprendido, que ahora sí la mujer le mira francamente a los ojos, con los suyos bien abiertos, y que de ellos ruedan dos lágrimas rotundas hacia los labios apretados, a pesar del pudor y el esfuerzo por disimularlas.

Confundido, con un gracias, muchas gracias sin respuesta, se va sin entender.

La marcha del regimiento sigue, lenta. Pasada la medianoche se internan en el monte tupido y lejos del camino principal se establece el vivac. El parco mayor Zagarese da la orden escueta, un ladrido sordo: “–No hablar, no fumar, no encender fuego. Una galleta y a dormir–"

Ocho grupos de tres hombres rondarán el campamento hasta el amanecer. Silva es asignado al que manda el cabo primero Miño, un correntino de Mburucuyá, fanfarrón y afable, boxeador. De tanto en tanto se escuchan disparos aislados, lejanos. La nerviosidad de algún oficial es evidente. El mismo Miño está mudo, hosco.

Silva, chaqueño, feliz y distendido en su elemento, el monte, se siente a sus anchas. Ahora que amanece se nota repentinamente cansado. Tendido boca arriba sobre la gramilla rala sostiene con esfuerzo los párpados abiertos para asir todos los matices del día incipiente, por que las semejanzas de la luz y el escenario con su Quitilipi natal le dejan soñar que está en la tierra entrañable. Exhausto, ausente, oye como desde muy lejos al cabo Miño que arrodillado a su lado grita desesperadamente por el tosco teléfono de campaña.

–¡Una bala perdida carajo... vengan rápido te digo mi teniente!!!

Lúcido, el soldadito recuerda nítidamente el episodio de la tarde de ayer: el detalle nimio, grato, de los azahares en el agua del aljibe y la intrigante mirada empañada de la desconocida. Súbitamente intuye que esos ojos eran la copia de otros ojos, queridos y lejanos, que estarían buscando angustiados los suyos en aquel instante mismo.

Seguro. Una copia de ojos traída hasta allí para él, su nostalgia y sus vísperas por algún extraño puente mágico de espejos entre sí muy distantes. Por que hay lazos que así son de omnipotentes.

Un copioso río rojo tibio le fluye del costado, le empapa las manos. Ve los ojos queridos, los palpa, húmedos. Asume que ha vuelto a su pueblo, sonríe.

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