Yo, la esposa de Ricky Martin
Para
llegar hasta la puerta de entrada camino sobre un puente con forma
de arco iris. Debajo, un arroyo transparente corre ruidoso sobre las
piedras doradas, que los peces, rojos y azules, usan como escondite.
El viento me alborota el cabello por lo que tengo que acomodarlo detrás
de mis orejas antes de que vuelva a pestañear. Es una mañana de sol.
Yo me llamo Marcela. Creo que estoy en el colegio por que me siento
diminuta. La palabra aplomo formó parte del acervo más sagrado en
mi educación. Mi papá me decía al menos día por medio, "nada más importante
que el aplomo". En estos momentos la puerta de mi casa en mi minúsculo
pueblo, los zapatos de mi padre, el umbral humilde y esa frase que
me llega desde lejos son el mayor de mis tesoros.
Unos pinos triangulares enmarcan los cinco escalones que me llevan
a tocar el timbre. La naturaleza refulge como si este fuera el último
día.
Veo las fotos en la mesita del living, el patio refaccionado en galería
con persianas americanas, los sillones de cuerina blancos y mi madre
bailando Ella es la reina de la canción. Con la altura que
mis seis años me proporcionan veo las alacenas verde manzana de la
cocina con sus manijas metálicas en vé. Avergonzada noto como apoyo
todo el peso de mi cuerpo sobre las puntas de mis pies para alcanzar
el timbre que está a la altura de mis ojos.
Estuve cuatro semanas escribiendo la autobiografía de una conductora
de talk show. Después de grabar a la voz más chillona y amada de la
televisión contando anécdotas disparatadas sobre su niñez, comencé
a tomar unas pastillas para adelgazar que había olvidado en mi cartera.
Descubrí lo divertido que podía ser tumbarme en el sillón del living
de mi cliente enfocando su pelo rubio y su cara desdibujada en tonos
de rosa furioso, oyendo su monótona voz relatar un divagar incesante
sobre su vida, sus triunfos y lo maravillosa que era.
Cada noche, al meterme en la ducha, pensaba en que haría con todo
ese material: cuarenta y seis horas de grabación en bruto discurriendo
sobre carteras, zapatos, valor de sus pertenencias, amores olvidados,
venganzas y triunfos. Tenía que justificar el carisma de esta mujer.
Comencé a ver sus programas para tener una idea acabada de la personalidad
que debía imprimir en cada página de las trescientas por las que había
firmado contrato. Una tarde, se habló de los maridos que no hacían
felices a sus esposas pero sí a sus perros, a los cuales trataban
como hijos dilectos y como a esposas. Otra sesión me mostró a un niño
enfermo de leucemia pidiendo desde el hospital que sus padres se reconciliaran
para poder morir feliz. En simultáneo y con cinco cámaras disponibles,
una chica contaba frente a su irritable madre, que por momentos soltaba
risitas, cómo fue que se convirtió en streapper. Mientras tanto mi
heroína se paseaba por el estudio subida a zapatos de quince centímetros,
enfundada en tailleurs que estilizaban su regordeta figura, repartiendo
el Soberano Bien a manos llenas. A medida que los días pasaban se
le iban agregando nuevos retoques a su indumentaria para fortalecer
una imagen de vedette seria y preocupada por la sociedad.
En el programa número veinticinco sus labios estaban a punto de reventar
a causa de las periódicas aplicaciones de colágeno y sus pupilas de
un turquesa desmedido amenazaban. En el treinta y dos, el largo de
su cabellera se había incrementado en unos cuarenta centímetros y
lucía como una sirena moribunda. Grande fue mi nostalgia al descubrir
tras sucesivas entregas encadenadas por el escándalo que estaba transfigurándose
en una versión fotográfica y vetusta de Madonna, una apariencia 2006
notable en esos ángeles de los estuches de anteojos Fiorucci de mediados
de los ochenta.
Luego de apagar la tevé, me sentaba en la cama con la mejor
buena voluntad y habiéndome tomado ya la tercera cerveza, atacaba
a mi notebook dos horas hasta que el despertador sonaba y yo volvía
a respirar el olor de una vida común. No sabría ya más de esta odiosa
mujer por lo menos hasta el día siguiente.
El trabajo estuvo terminado a tiempo. Su representante quedó conforme
y el libro vendió bien. Esto hizo posible que me llovieran nuevas
propuestas.
Esos meses de televisión y mundillo artístico me dejaron muy triste.
Todo el tiempo espero ser excelente en mi trabajo, estar absolutamente
presentable para cada ocasión, demostrarme que puedo ser fantástica.
Las pastillas para adelgazar hicieron su efecto. También algunos días
en un spa.
Mis fantasías tienen hombres con amplias camisas de seda al viento,
dientes blancos, perfiles de puños cerrados y mandíbulas decididas.
Me piden que les mienta porque, si yo no existiera, ellos me inventarían,
toda rubia o pelirroja, de vestido de noche. Autos descapotables dejan
sus huellas en la arena inmensa. Y yo, con mi pañuelo a lunares anudado
bajo el mentón sonrío detrás de mis labios tan naturales, indiferentes
a las cuatro capas de rouge. Mi cara no refleja el pancake. Los saxos
me erizan melodías inolvidables. Puedo ver mis tobillos esculturales
posarse sobre el asfalto aquella noche en que tendré mi primera relación
unforgiven.
Ricky Martin me espera. Será mi próximo trabajo. El sonido del timbre
hace que mi corazón reviente. Detrás de la casa en una piscina coronada
por una cúpula de cristal nadan cuatro muchachos en slips negros.
Escribiré su vida o las letras de sus canciones o los parlamentos
para sus entrevistas y discursos de beneficencia. Un segundo más y
la puerta se abrirá.
Dentro de estas sólidas paredes, Ricky Martin está vivo y me espera.
Esta fascinación hipnótica hace que me sienta horrible. Frente a las
caballerizas, dos chicas que trajinan servicios de plata y servilletas
blancas sonríen despreocupadamente.
Silvina Crosetti, Rosario/12, 1999.
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