Aldo Oliva
(1927-2000)


D.N.I


Hubo un tiempo
perdurable y delicioso,
en que consagré
la bella imagen;
la atenuación celeste
de la violencia:
ese homicidio
dulcemente mutado
en maquilladas voces,
ineludibles,
de palabras.
¿Qué hacer, sino
ceñir, hasta la extinción,
esa visión perturbada
por la vorágine de la altura?

No sabemos, no sabremos,
tal vez, de eso.

El cenicero, los puchos,
el humo inculpado,
son ciertos.
Pero, yo, mi voz, están
en la sañosa
y saludable inquisición
de las científicas
fatalidades de estos tiempos
(de los tiempos).
¿Quiénes perpetran las fugaces
y mendaces luces del bien?
¿El habla del lucro,
como lucero revelador
del día,
es la verdad?

Voy caminando,
torpemente, por mi parque,
sobre ramas quebradas
de casuarinas,
y, ni siquiera,
su hálito infantil me responde.
Aún el follaje
está mudo.

Salvo mis manos
(y por ello que se me acuse).

Diré de los que obturaron: ésos,
los visionarios
de la nada y el silencio;
los abstinentes, negándose
al óvulo receptor del ser
del espacio;
los chamanes de la
ocultación.

Diré, inscribiremos
sobre el suelo total
de la tierra.
(Lo sé: siniestramente
profanada será
la palabra Ésta: sin
señores, ni lienzos
de luto; sin prosodias faustas)

Diré, en bocas ulteriores,
Revolución.